Jean Monnet decía que un problema no podía entenderse correctamente  hasta que no se visualizaba en una tabla. Sus tablas, a cuya preparación  dedicaba ingentes esfuerzos, ayudaban a los estados a visualizar las  ineficiencias que se derivaban de las duplicidades en su gasto y las  ventajas de la cooperación y la coordinación. Siguiendo su inspiración,  en algún momento de la pasada década, alguien decidió contar cuántas  embajadas y consulados tenían los (entonces) 25 estados miembros de la  Unión Europea.
 El resultado fue revelador: frente a las 243 misiones que  mantenía EEUU, los 25, a los que había que añadir la Comisión y el  Consejo Europeo, sumaban nada menos que 3.230 delegaciones. Con 110.545  personas a su servicio, la UE era el actor diplomático más extenso  dotado del mundo. Si nadie se había dado cuenta hasta la fecha, era por  una buena razón: el retorno de ese inmenso despliegue era ínfimo. La UE  era el primer bloque económico y comercial del mundo, también el segundo  en gasto militar, muy por delante de China o Rusia, pero  diplomáticamente apenas existía.
Con ese diagnóstico en la mano, la UE adoptó un plan increíblemente  ambicioso: fusionar los servicios diplomáticos de la Comisión y el  Consejo e integrar en el nuevo servicio hasta un tercio de diplomáticos  provenientes de los Estados miembros. En la cúspide del sistema habría  un “ministro” de Exteriores (llamado alto representante) asistido por un  comité de embajadores permanentes con sede en Bruselas, además de otros  servicios de planeamiento, gestión de crisis, etcétera. 
Para muchos  Estados, este plan, plasmado en el Tratado de Lisboa, abriría la  posibilidad de cerrar o compartir embajadas en todos aquellos lugares  donde sus intereses fueran sobre todo europeos más que exclusivamente  nacionales, permitiéndoles concentrarse en aquellos temas y regiones  donde su valor añadido fuera mayor. Las diplomacias nacionales se veían  obligadas a pensar en cómo reinventarse y desplegarse, toda vez que una  gran parte de sus funciones tradicionales (especialmente en el ámbito  comercial y consular) estaban ya en manos de la Unión Europea, no de los  Estados.
Pero resulta que mientras los 27 Estados de la UE dedicaban casi una  década a la ingente tarea de diseñar los instrumentos legales, políticos  y financieros que les permitieran coordinar sus capacidades  diplomáticas y racionalizar su despliegue exterior, dentro de España,  las Comunidades Autónomas recorrían el camino exactamente inverso  abriendo un ingente número de delegaciones exteriores (hasta 200) y  estableciendo sus propias agencias de cooperación al desarrollo pese a  sus elevados niveles de endeudamiento o incluso, al hecho de que, como  en el caso de Andalucía, se tratara de regiones que recibían importantes  subsidios por parte de los países más ricos de la UE.
Retrospectivamente, el problema no reside tanto en las competencias  de acción exterior en sí, pues estas tienen cierto sentido en un Estado  descentralizado, máxime en los ámbitos de promoción cultural, turística o  comercial, sino en el volumen de gasto (150 millones de euros) y, sobre  todo, en la falta de coordinación y búsqueda de sinergias. Se trata de  un problema endémico de nuestro sistema autonómico, en el que la  cooperación horizontal entre CCAA y la supervisión por parte de terceros  actores brillan por su ausencia o son extremadamente débiles. Esto da  lugar a situaciones paradójicas.
 Por ejemplo: de acuerdo con el  procedimiento denominado “semestre europeo” Bruselas puede examinar los  presupuestos del Estado con antelación a su aprobación por la Cortes  Generales, pero las Comunidades Autónomas no estén sometidas a la misma  exigencia por parte del Estado central, ello pese a que este tendrá  luego que responsabilizarse de su déficit ante Bruselas, incluso  haciendo frente a importantes multas y sanciones.
Todo ello pone de manifiesto una situación difícil de entender y para  la que en absoluto parecíamos estábamos preparados. Mientras, como  consecuencia del proceso de integración europeo, el Estado central se ha  “europeizado” y cedido competencias de supervisión a Bruselas hasta  niveles insospechados (y más que lo está haciendo y lo hará con la  crisis actual), las Comunidades Autónomas han logrado en gran medida  zafarse del control y supervisión, de sus ciudadanos, por abajo, y de  otros entes, sean el Estado o la UE, por arriba. La crisis podría, al  menos, servir para corregir esta contradicción entre la europeización de  la Administración central y la “deseuropeización” de las Comunidades  Autónomas.
(*)  Del Instituto Juan March, de estudios e investigaciones

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